por Gustavo Appignanesi, 2015.
Libia, hija de Épafo o rey de Egipto en la mitología griega y reina de la antigua región del norte de África, estruja con impotencia su aridez dejando caer una lágrima por la terrible acción de su amante Poseidón, señor de los mares. Pues un niño (un pequeño Mozart, como cierto aviador gustaba personificar a la belleza latente, a la potencia que habita en cada niño, en cada hombre) yace inerte sobre una playa del país que actualmente lleva el nombre de la Diosa griega. Ella, que alguna vez se había apiadado de aquel aviador, varado junto a su amigo y navegante en el implacable desierto de ese mismo país, llora ahora al Mozart, al Ghandi, al Einstein, al Mandela, al Khalil Gibran o al San Francisco de Asís que ya no será.
Imagina, Libia, el bello rostro del niño intentando en vano permanecer por sobre la línea del agua, ya desencajado, preso del pánico en esa estéril “lucha en superficie”, aferrándose desesperadamente al último sorbo de aire antes de hundirse sin remedio. Imagina, con dolor, la lucha conmovedora de Khalil (como bien podríamos llamar al niño árabe) por mantener el aire en sus pulmones, hasta que el inexorable líquido logra finalmente penetrar y descender por las vías aéreas, generando una sensación de llanto y una terrible quemazón en el pecho que, según indica la ciencia, ocurre justo antes de la pérdida de la consciencia y del fatal desenlace.
¿Habría sido ese fuego en el pecho del niño —aventuró la Diosa regente del Desierto— similar a aquel otro ardor que casi ocho décadas atrás había movido a su piedad? Ese fuego que insoportablemente abrasaba la garganta del piloto, ya desfalleciendo y desvariando ante la tortura inhumana de la sed, hasta que finalmente apareció el agua vivificante de un beduino salvador, un hijo del Desierto que este, como si hubiera sido por casualidad, quiso poner en su camino. —Paradojalmente, agua que salva y agua que mata —rememoró la divinidad griega soltando otra amarga lágrima. Pues así como las aguas regidas por Poseidón no habían mostrado ahora piedad por el niño, el piloto francés también había terminado bebiendo del agua mala. En efecto, algunos años más tarde y en plena Segunda Guerra Mundial, su aeronave, aparentemente herida de muerte por otro aeroplano, un águila germana, había sido tragada por el mismo Mediterráneo. —¡Aviones, … otra paradoja!, musitó Libia. Pues imaginó que aquel fuego en el pecho de Khalil bien podría haberle rememorado al pequeño otros fuegos inclementes: El fuego del terror en su país natal, asolado por las luchas intestinas, y el fuego que, viniendo de lejos, era soltado desde el cielo, precisamente, por aviones de las potencias occidentales entre las que no faltaba el gallo de las Galias. Fueron esos fuegos los que lo habían arrancado de su suelo natal para arrojarlo al mar en busca de un futuro que nunca llegaría.
¡Cuánto hubiera deseado Libia cortar con sus propias manos los finos cabellos del tierno Khalil y arrojarlos al mar, como lo hacían los antiguos griegos en ofrenda y sacrificio a Poseidón cuando se salvaban de un naufragio! Más aún, ¡cuánto hubiera deseado que los hombres hubieran aprendido de aquel aviador cuando escribió, agradeciendo el agua salvadora! "En cuanto a ti que nos salvas, beduino de Libia, te borrarás, sin embargo, para siempre de mi memoria. No me acordaré nunca de tu rostro. Tú eres el Hombre y te me apareces con la cara de todos los hombres a la vez. Nunca fijaste la mirada para examinarnos, y nos has reconocido. Eres el hermano bien amado. Y, a mi vez, yo te reconoceré en todos los hombres. Te me apareces bañado de nobleza y benevolencia, gran señor que tienes el poder de dar de beber. Todos mis amigos, todos mis enemigos, en ti marchan hacia mí, y no tengo ya un solo enemigo en el mundo."
No sería descabellado imaginar que el pequeño Khalil podría haber sido, tal vez, descendiente de aquel salvador beduino del Sahara; él, o bien alguno de los miles y miles de niños, hombres y mujeres refugiados que son continuamente expulsados por las interminables guerras*. De todos modos, de hecho lo era según el aviador y escritor francés que con fervor sintió a su salvador, desde aquel acontecimiento en el desierto, en cada uno de los mortales. Pues él efectivamente hubiera sentido que era el propio beduino quien yacía ahogado sobre la playa.
Por otra parte, como también lo reconociera aquel amado aviador, Mozart sigue siendo asesinado, un poco todos los días, en cada hombre. Pues así como el Sahara devora la vida, el mundo ostenta una terrible falta de humanidad, una indolencia por el desarrollo del espíritu que genera el peor de los desiertos al vaciar las almas de los hombres. Y es ese mismo desierto espiritual, a su vez, el que no nos permite reconocer el hecho de que todos somos hermanos. Un desierto que no nos habilita la visión de que “el otro” es, en realidad, “el prójimo”. Un desierto que, en definitiva, no nos permite realizar el significado etimológico de la solidaridad, es decir, “unirnos sólidamente”, “reconocernos efectivamente como parte de los otros”, “hacernos uno”.
Sin embargo, mientras amargamente llora, junto al “Khalil” de hoy, a los miles de “Khaliles” que son asesinados día a día a causa de la brutalidad del hombre y a los millones de “Mozarts” y “Khaliles” (a la Belleza y la Bondad) que “mueren” en las almas humanas a poco de nacer, muy a lo lejos un apenas perceptible parpadeo lumínico, casi un guiño esperanzador, acaso cómplice, sustrae la atención de la Diosa griega. Pues perdida en la “noche sombría”, una “luz titilaba sola”, “como una estrella”, “en medio de la llanura”. Dentro de la humilde casa, un niño, bello como Khalil, bello como todos los niños, posa con devoción sus ojos, tan húmedos como ávidos, sobre un libro. En su tapa hay un simple dibujo de un niño de cabello dorado sobre un muy diminuto asteroide (solo “un poco más grande que una casa”), llenando de estrellas sus pupilas y abriendo, a aquello que es “esencial pero invisible a los ojos”, su corazón**.
*Como el pequeño Aylan Kurdi, lamentablemente encontrado sin vida recientemente en las playas de Siria, cuya foto le puso rostro humano a la tragedia. Se estima que en la región han muerto durante 2015 más de 3.500 personas de entre la innumerable cantidad de migrantes que se lanzan a cruzar el Mediterráneo hacia Europa, mayormente desde las costas de Libia.
**Aquel bendito beduino, aquel hijo de Libia, jamás podría haberse hecho una idea de cuántos beberíamos de su agua. De un agua que se hizo sangre en el amado piloto y una sangre que, a su vez, logró la difícil alquimia de hacerse tinta. Esa tinta de la que tantos y tantos bebimos y beberemos para embriagarnos de glorioso humanismo.
FIN